Doña Amelia era una mujer de carácter fuerte y espíritu inquebrantable. A sus setenta y tantos años, vivía sola en una modesta casa del barrio antiguo, una zona conocida por su historia y leyendas. A pesar de su edad, Doña Amelia era increíblemente independiente. Ferviente católica, no había domingo que faltara a la primera misa del día, a las 6:00 de la mañana. Este horario era su favorito, pues le permitía disfrutar de la tranquilidad de la iglesia casi vacía, sin el bullicio de las misas más concurridas.Su hija, Clara, a menudo le pedía que asistiera a la misa de las 12:00, cuando las calles eran más seguras y había más gente. Clara siempre se preocupaba por su madre, especialmente durante el invierno, cuando las mañanas eran más frías y oscuras. Sin embargo, Doña Amelia, con su habitual terquedad, insistía en que su despertador interno la levantaba siempre a las 6:00 en punto, y que ese era el mejor momento para conectarse con Dios sin distracciones.Una fría mañana de domingo en pleno invierno, Doña Amelia se levantó sintiendo que la oscuridad era más densa de lo habitual. Pensó que el cielo estaba nublado, y eso explicaría la penumbra persistente. Se vistió con su abrigo más grueso, se acomodó la bufanda y salió hacia la iglesia, como siempre lo hacía.Al llegar, se sorprendió al ver que la iglesia estaba más llena de lo usual. Las bancas delanteras, donde siempre se sentaba, estaban todas ocupadas, así que Doña Amelia se acomodó en una banca central. A medida que la misa comenzaba, reconoció al sacerdote que oficiaba, un hombre que le pareció vagamente familiar. “Es el padre Luis”, pensó. “Hace mucho que no lo veía aquí… ¿No había escuchado que había fallecido hace unos años?”.El ambiente dentro de la iglesia era pesado, como si una nube invisible cubriera el lugar. A pesar de estar abrigada, Doña Amelia sentía un frío que le calaba los huesos. Observó a su alrededor, buscando caras conocidas, y fue entonces cuando el terror comenzó a apoderarse de ella. En las bancas delanteras, donde solía sentarse, vio a su vecina Teresa, quien había fallecido un año atrás. A unos pocos asientos, estaba Lupita, otra vecina que había muerto hacía seis meses. Con cada mirada, Doña Amelia reconocía a más y más personas, todas ellas fallecidas.El corazón le latía con fuerza, pero trató de mantener la calma para no llamar la atención. Sabía que algo muy extraño estaba sucediendo y que debía salir de allí cuanto antes. Con pasos lentos y disimulados, comenzó a avanzar por el pasillo central hacia la puerta principal. Mientras caminaba, el frío se hacía más intenso, y las figuras espectrales parecían voltear para mirarla, como si sintieran su presencia.Finalmente, Doña Amelia alcanzó la puerta y, con un último esfuerzo, la empujó para salir. Justo en ese momento, las puertas de la iglesia se cerraron bruscamente detrás de ella, dejando el lugar en un silencio sepulcral. Afuera, la noche era oscura y tranquila. Al mirar hacia la iglesia, vio que las luces estaban apagadas y que no había señal alguna de la misa que acababa de presenciar.Miró su reloj, y su corazón dio un vuelco: eran las 3:00 de la mañana, una hora imposible para que hubiera misa. Doña Amelia comprendió entonces que había asistido a una misa de difuntos, un evento sobrenatural del que apenas había logrado escapar.Esa experiencia la marcó profundamente. Desde ese día, dejó de asistir a las misas tempranas y comenzó a acompañar a su hija Clara a la misa de mediodía. Nunca más quiso hablar de lo sucedido, pero la historia de la misa de los difuntos se convirtió en una leyenda entre los vecinos del barrio antiguo.—