Mi madre, que en paz descanse, solía contarnos una historia que nos ponía los pelos de punta. Era una historia sobre la casa de mis abuelos, una casa antigua y vasta, con un terreno extenso que parecía tener una vida propia, especialmente cuando caía la noche, que era cuando aparecía una misteriosa mujer.
Según mi madre, todas las madrugadas, sin falta, una mujer vestida de blanco caminaba lentamente por en medio del terreno. Su figura era etérea, casi translúcida, y se deslizaba en silencio, como si flotara sobre el suelo. La mujer siempre terminaba su recorrido en el mismo lugar: bajo el viejo árbol de mango que quedaba justo en la esquina del terreno.
Ahí se sentaba, con una mirada perdida, y se balanceaba suavemente como si estuviera arrullando a un bebé invisible en sus brazos. Nadie sabía quién era esa mujer ni qué la llevaba a repetir ese ritual noche tras noche. Mi madre decía que los vecinos y varios miembros de la familia la habían visto también, siempre a la misma hora, en la penumbra de la madrugada. Su vestido blanco parecía brillar con luz propia, contrastando con la oscuridad que la rodeaba.
Con el tiempo, la historia de la mujer vestida de blanco se convirtió en una leyenda local, y cada vez que alguien nuevo se mudaba a la zona, los vecinos se encargaban de advertirles sobre la aparición. Pero lo que más aterrorizaba a todos era el aura de tristeza y melancolía que parecía emanar de ella, una sensación tan palpable que hacía que el aire se sintiera más denso y pesado cuando ella estaba presente.
Mi abuela, en sus últimos años, comenzó a hablar más abiertamente sobre la mujer. Decía que, cuando era joven, había oído rumores sobre una tragedia ocurrida en ese terreno muchos años antes. Según las historias, una joven madre y su bebé habían desaparecido misteriosamente una noche. Nadie había sabido más de ellas, y con el tiempo, la tragedia se había convertido en un susurro entre las sombras.
Una noche, llena de valor y curiosidad, mi madre decidió quedarse despierta para ver a la mujer por sí misma. A la medianoche, cuando todo estaba en silencio y el viento susurraba entre las hojas del árbol de mango, vio la figura de la mujer acercándose. El frío se hizo más intenso y una sensación de opresión llenó el aire. La figura, envuelta en un halo blanco, llegó al árbol y comenzó a mecerse, como de costumbre. Pero esta vez, cuando mi madre la observaba detenidamente, notó algo diferente: el rostro de la mujer, aunque borroso, mostraba una tristeza infinita, y lágrimas de sombra caían por sus mejillas.
Mi madre trató de hablarle, de preguntar quién era y qué buscaba, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. La mujer la miró, y por un instante, pareció que una conexión profunda se establecía entre ellas. En ese momento, mi madre sintió una punzada de dolor en su pecho, como si compartiera el lamento de la mujer. Luego, en un suspiro de viento, la figura desapareció, dejando a mi madre temblando y con el corazón acelerado.
A partir de ese día, mi madre no volvió a ver a la mujer, pero la tristeza que sintió esa noche la acompañó siempre. Ella creía que la mujer había encontrado algo de paz al compartir su pena, aunque fuera por un momento. La leyenda de la mujer vestida de blanco sigue viva en nuestra familia, un recordatorio de que algunas almas, cargadas de dolor, permanecen entre nosotros, buscando consuelo y comprensión. La casa de mis abuelos, con su árbol de mango en la esquina del terreno, permanece en pie, y aunque nadie ha vuelto a ver a la mujer desde aquella noche, la sensación de misterio y la presencia de lo inexplicable siguen latentes, envolviendo la casa en un velo de historias no contadas y susurros del pasado.
Recuerda mantener los ojos abiertos y los oídos atentos, porque nunca sabes qué secretos podrías descubrir en la oscuridad. Te gustó esta historia? No olvides darle like, coméntanos tus experiencias y comparte nuestras historias!