Eran las doce de la noche, y Joaquín estaba sentado en la sala, viendo un programa de televisión de esos que te hacían reír a carcajadas. El programa “El Resbalón” siempre había sido su favorito. Sin embargo, aquella noche, la risa que llenaba la casa no era la de la televisión. Provenía del cuarto de su hermana, risas tan estridentes y fuertes que, aunque Joaquín pensó que estaba loca, no pudo evitar su curiosidad.
“¿Qué le pasa a esta mujer?” murmuró, y se levantó para ir a ver. Cuando abrió la puerta del cuarto de su hermana, encontró una escena que no olvidaría jamás. Ella estaba sentada en su cama, llorando desconsoladamente, con el rostro desencajado por el miedo.
“¿Por qué no viniste más pronto? ¡Te estaba gritando!” le reclamó entre sollozos.
Joaquín, confundido, respondió: “Pero si estabas carcajeándote…”
“No, no estaba riendo. Un… un enano con cuerpo de bebé y cara de anciano se me subió y me estaba ahorcando”, dijo su hermana con la voz quebrada.
Joaquín la miró con escepticismo. “Estás soñando. Confundiste la realidad con un sueño”. Y sin más, se dio la vuelta y la dejó sola.
Los días pasaron y el incidente quedó en el olvido. Joaquín siguió con su rutina nocturna de ver televisión. Sin embargo, una madrugada, su padre, un hombre machista y sin corazón, salió de su cuarto, gritando maldiciones y buscando algo o a alguien.
“¡¿Dónde está el maldito enano que me estaba ahorcando?!” bramó, con el rostro rojo de furia.
En ese momento, Joaquín se dio cuenta de que no eran simples alucinaciones. Lo que su hermana había descrito, y ahora su padre, no era una coincidencia. Eran duendes, criaturas malévolas que se manifestaban en la oscuridad de la noche, atacando a quienes dormían.
Joaquín no se dejaba intimidar fácilmente. No sentía miedo, sino una furia creciente. Decidió que atraparía a esos duendes y les daría una lección. Todas las noches, armado con un machete, esperaba a que los duendes aparecieran. Pasaron semanas sin novedad, hasta que una noche, el sueño comenzó a vencerlo.
“Chht, chht” escuchó un susurro, y al voltear, lo vio. Un pequeño ser, con cuerpo de bebé y cara de anciano, sonriendo maliciosamente. El miedo invadió a Joaquín, pero su coraje fue mayor. Levantó el machete, listo para atacar, pero el duende desapareció en un instante.
Esa fue la última vez que vio al duende. La casa quedó en silencio, y aunque nadie más volvió a ser atacado, la sensación de que algo siniestro acechaba en las sombras nunca desapareció. Joaquín no podía evitar pensar en esos susurros, en esa risa que no era de este mundo. La experiencia dejó una marca indeleble en su mente, recordándole que a veces, las cosas más aterradoras son aquellas que no podemos ver, pero que sabemos que están allí, esperando en la oscuridad.